Pajaritos en la cabeza.
¿Cuántas veces de niña me decían que tenía pajaritos en la cabeza?
Tantas, que casi empecé a creérmelo. Y quizás tenían razón, porque mientras otros niños jugaban a la cuerda o al escondite, yo estaba ahí, en mi mundo, jugando a ser presentadora con el teletexto de la televisión. El teletexto, que en ese momento era casi mágico (sí, porque una ya tiene una edad). Me ponía los vestidos de mi abuela, sus zapatos que me quedaban enormes, sus collares con olor a otra época. Me miraba al espejo y me sentía mayor, poderosa, como si pudiera ser quien quisiera.
Pajaritos en la cabeza me decían, mientras la timidez me ahogaba y solo en mis juegos podía ser yo misma.
A veces cogía los casetes y me pasaba horas sacando las letras. Pausa, play, pausa, play. Las escribía en un cuaderno y después me encerraba en mi habitación a cantarlas como si estuviera en un concierto. Cerraba los ojos y allí estaba, frente a miles de personas, aunque en realidad no había nadie más que mi reflejo.
¿Cuántas veces soñé con tener una casa llena de animales? Un gato en el sofá, un perro en la alfombra, pájaros en una terraza llena de plantas. O ser escritora, como Jo March de Mujercitas, y vivir en un ático con ventanales enormes, escribiendo historias que hicieran sentir a alguien lo que yo sentía cuando leía.
Y mientras tanto, me decían: "Deja de estar en las nubes, que la vida no es así". Que los sueños no se comen, que la imaginación no paga las facturas. Pajaritos en la cabeza, eso era lo que tenía. Pero ¿y qué? ¿Qué tiene de malo vivir en las nubes si desde allí todo parece un poco más bonito?